24 agosto 2023

Premio publicación con mi cuento "Hormigas" en concurso "Historias confinadas" de Ediciones USACH

Pandemia de Coronavirus. Covid, encierro, una situación desesperante en que hubo que convivir sin salir de la casa con los seres que uno siempre quiso convivir... ¡utópicamente!  La editorial Usach organizó un llamado a escribir relatos breves. El mío, "Hormigas", quedó seleccionado y fue publicado en una edición muy mona en el año 2020. Aquí lo comparto:



Hormigas

Al principio quería matar a todos. Me enervaba el sonido de la voz de mi esposo trabajando por teléfono. El volumen del computador. La presencia constante de mis hijos, como un aire en la nuca. La pila de ropa sucia. La necesidad de comer al mediodía. La certeza de que nadie liberaría espacio pues no había espacio

permitido para salir.


A las dos semanas se acomodaron las piezas, como cuando juntas las partes rotas de una tetera de porcelana. Mi lugar fue el comedor, al lado del ventanal hacia el jardín, con buen wifi y una luz matinal salvadora. Sergio se adueñó del cuarto matrimonial y lo dotó de artefactos de la vida laboral. Constanza siempre tuvo su rancho aparte, en ese tercer piso al que sólo le falta una entrada lateral para decir que vive sola, así que allí no hubo cambios grandes. Jeremías hizo de su habitación un templo: computador, mate, y clases de PSU por Zoom. Henry se instaló en el cuarto de huéspedes, y se inventó un sistema por el cual cuatro minutos de anticipación le bastaban para levantarse, lavarse los dientes, vestirse y estar listo para "el colegio"


Como hormigas, al alba, cada uno se iba a su centro de trabajo. Sólo nos veíamos para cenar. Las cenas eran muy animadas. Nos contábamos anécdotas y noticias y si alguien nos hubiese escuchado desde afuera, no creerá que en realidad ninguno había salido de la casa desde hace meses. La pregunta de rigor era -eso sí siempre la misma-, "¿Las cifras de hoy?". Y, por lo general, Jeremías las sabía. Cuatro mil quinientos contagiados. Ciento treinta y cuatro muertos. Positividad de un 14%. Nos acostumbramos a esa rutina de las cifras.

Jugábamos a adivinar. El almuerzo lentamente desapareció. No sé cómo cada uno se alimentó de día. La pila de ropa sucia fue encontrando un cierto orden, y de a poco remitió también la cantidad de platos a lavar. El polvo se hizo menos. Se armó una danza armónica de horarios y espacios y volúmenes tolerables. Se redujeron los roces, aprendimos a movernos en una especie de tango

acompasado y sinuoso.


Sin embargo, y misteriosamente, aunque nunca nadie saliera, ni nadie entrara, el lavarropas siguió vomitando calcetines guachos. Aún en cuarentena.♦


Daniela Roitstein







Premio finalista con mi cuento "Ni loca" en concurso de Latin Heritage Foundation

A este cuento le tengo particular cariño. Fue finalista en el concurso "Hijos de la pólvora" organizado por Latin Heritage Foundation en 20011, en Australia. Fue publicado en la antología. Espero que se deleiten:


Ni loca

Tal vez porque añoraba los días en que vestía guardapolvo blanco, a veces incluso almidonado. O porque ya habían pasado cuarenta años desde su debut. Tal vez porque no lograba acostumbrarse a la falta de puntero, de silencio, de respeto. Quizás porque el pizarrón había evolucionado, y la tiza no era sino un recuerdo de dedos manchados en puro polvo inodoro, hace tiempo. Salvadora quería repetir momentos y lecciones, instantes de su vida congelados en la memoria que comenzaba a marchitarse, enrulándose en los espirales del humo de las décadas.
Hoy no estaba particularmente de buen humor. Ni de mal humor. Hoy no estaba, en realidad, de humor alguno. Ausente de su propia mente apagó el despertador redondo con patas presionando el botón chillón antiguo. Los primeros instantes de silencio que siguieron al silencio fueron eternos. Se preguntó cuántas veces había repetido este movimiento automático, cuántas veces había preferido que no sonara, cuántos días de su vida de maestra habían transcurrido en su vida de persona, y cuántos días de su vida de persona habían transcurrido en su vida de maestra. Casi no podía separar una identidad de la otra. Ella era la Señorita.Silente. Salvadora Silente. El nombre de pila - ¿cuántas veces lo escuchó en boca de otros en las últimas cuatro décadas? Al principio, en sus primeros pasos, la llamaban Salvadora. Nombre raro, pero pacífico. Era joven, larga de pelo y aún sonreía y tenía ideales y creía en la Declaración de los Derechos del Niño sancionada unos diez años antes de su graduación. Tenía fe sincera en el poder educativo y formativo de la Escuela, respetaba a sus superiores y enseñaba con convicción la Revolución de Mayo y las doce máximas de San Martín. Entonces todos la llamaban Salvadora, o Salva. Ese sabor dulzón le duró unos cuatro años, tal vez cinco, hasta que un día, como si se hubieran puesto todos de acuerdo, comenzaron a llamarla Señorita Silente. Por entonces le gustaba, le daba cierto aire de importancia, le hacía sentirse alguien. “Señorita Silente, la esperan en la dirección”, “Señorita Silente, la busca el alumno Ramírez”. “La Señorita Silente tomará examen recuperatorio en el salón principal a las ocho y cuarto”. Y ella iba, venía, disfrutaba, saboreaba los frutos del título –provisorio- ya que según sus sueños y planes algún día se convertiría en Señora y nunca en viuda, porque su mente le negaba siquiera la idea de morirse antes. Ya había sufrido en carne ajena el abismo de la viudez: su madre, Vda. de Silente desde tempranísima edad, levantó un monumento al ostracismo y a la depresión después de la muerte de su marido, y sumió la casa en la que vivía con Salvadora  en el más triste, lúgubre y desabrido de los hogares. Por eso se juró ella no morirse antes. Sólo que, por más que quisiese cumplir con semejante voto, no pudo siquiera esforzarse, ya que nadie se cruzó en su camino que le hiciera cambiar el mote de Señorita por el de Señora. Y así, año tras año, el mismo guardapolvo blanco vestía Salvadora sin  siquiera tener necesidad de bordarlo otra vez. El único motivo por el cual debía encargar en Uniformes Leonor, con despareja regularidad, uno nuevo, era el aplastante paso del tiempo que le agregaba centímetros a su cintura y cientos de gramos a su progresiva redondez.
 
Salvadora respiró hondo, bajó un pie, luego el otro – le pesaban como plomo hoy- agarró los anteojos a tientas, se los calzó en el canal profundo que ellos le habían labrado a lo largo de los años entre sus cejas negras tupidas, sobre la nariz aguileña, y se sentó en el borde de la cama. Miró las uñas de sus pies mitad amarillas, mitad transparentes y se lamentó de sí misma. Miró el camisón de abuela que llevaba adherido a su piel arrugadita, y se olió ese vaho a casa vieja y naftalina que siempre temió. Sobre su mesita de luz estaba el velador con tulipa renacentista que comprara con el último aguinaldo –el mismo no alcanzaba para comprar el par, y de todos modos ella no lo necesitaba-. Prendió la escasa luz, volvió a respirar, y se prometió no llegar tarde justo en su último día en el Normal, cuando todos la estaban esperando para “la fiesta del retiro”. ¡Pues qué fabuloso eufemismo! Retiro sonaba a elección, a me retiro por propia decisión meditada, me retiro por conveniencia, me retiro porque ya gané lo suficiente en la ruleta y me voy triunfante y a tiempo. Cuando en la mayoría de los casos el retiro era un alejamiento vergonzoso, lastimoso, por la puerta de atrás. Un empujón al abismo sin anestesia. ¿Es que no estaba ella lo suficientemente preparada, calificada, lúcida y, por qué no: vigente, para seguir aún parándose frente a un grupo de mocosos desuniformados para darles unas míseras clases de historia contemporánea? ¿Es que no podía ella, la Señorita Silente, seguir tomando pruebas escritas no innovadoras pero eficaces, seguir tomando de memoria los nombres de las capitales de los países y el crecimiento de la población mundial? ¡A la miércoles con el revisionismo, el post-revisionismo y demás! No en vano se había graduado con honores en la Universidad estatal, sin haber “comprado” ningún examen ni haber sido aplazada nunca jamás. ¿Sólo ese número hueco en su documento de identidad era motivo suficiente para decretar su muerte profesional? Sonrió al pensar en este término (porque si bien Salvadora era profesora nacional de Historia, siempre se deleitaba con los juegos de las palabras en el lenguaje cotidiano, y en el lenguaje más íntimo de los riquísimos soliloquios). “Muerte Profesional”, sonrió y dijo, en voz alta. Muerte Profesional. Entonces supo, gracias al sonido envolvente y seductor de estas dos palabras juntas, que había encontrado la solución. Y festejó.
 
Lo primero que debía hacer era constatar con cuánto tiempo contaba: eran las seis y dos, por lo tanto tenía unas cuatro horas por delante, ya que el acto-fiesta-despedida estaba anunciado para las diez de la mañana. (Sí, es cierto: tres horas y cincuenta y ocho minutos para ser exactos, pero Salvadora no tenía ganas de ser tan estúpidamente exacta esa mañana). Se levantó de un salto, con una súbita energía, y buscó en su libreta vieja de teléfonos -amarillas las hojas hasta casi deshacerse- el número de aquél compañero de estudios de sus primeros años, ése que era medio excéntrico y medio tímido, con huecos en vez de ojos y de andar encorvado. Creyó recordar que su nombre era Lisandro pero no estaba totalmente segura. Con sólo Lisandro como dato vago no llegaría a ninguna parte, y le llevaría horas encontrar su número, ya que desde chica tuvo siempre la costumbre de guardar teléfonos y direcciones por apellidos y no por repetidos nombres de pila. Decidió esforzarse, adoptando el método fastidioso pero eficaz que le enseñara su madre: Con A: Abad.., Abed…, Aber…, Aca.., Ada... Ague.. Agui… ¡Aguirre! Dios se había apiadado de ella esta vez, ya que no hubiese resistido el desfile balbuceado por todo el abecedario. Dios bendiga a Lisandro por llamarse Aguirre. Buscó con dedos temblorosos en la A el apellido tan común y lo encontró al margen de la última hoja disponible para esa letra. Curiosamente, estaba escrito en rojo, color que ella nunca usaba en las libretas de direcciones ya que lo reservaba única y exclusivamente para corregir. Lo consideró una señal. Se disponía ya a discar (literalmente, ya que Salvadora no contaba aún con teléfono digital, y usaba el de la vieja Entel, naranja y gris) cuando notó que la cantidad de cifras no correspondía con la utilizada actualmente. Pensó, contando infantilmente con los dedos de su mano, en su propio número telefónico, y entendió que a lo largo de todos los años en que Lisandro había sido sólo una anotación en su agenda, se habían agregado dos cifras más a los números habituales. Consultó en el 110 y una voz empresarialmente seductora le completó el dato necesario para acceder a su amigo olvidado, mutilado en número, como si mutilado estuviera también él.  Marcó decidida, pero antes de escuchar el primer ring colgó el auricular, pues, al fin y al cabo, ¿qué le diría? “Hola Lisandro Aguirre, soy Salvadora Silente, si sigues trabajando en la Morgue te agradecería me facilitaras un cadáver”. Se rió de lo ridículo de la frase y de la situación y después de hilar en su mente un argumento sólido volvió a discar. El corazón no le latía: se le detuvo, si eso es posible, durante los instantes en que no le dio ocupado, pues eso era ya cosa del pasado. A los cuatro ring atendió la voz, idéntica a cuatro décadas atrás, de Lisandro.
-¿Hola?
-…
-Hola. ¿Hola? Hable.
-…
-¡Hable! ¡Hola! ¿Quién habla? ¡Hola!
-Buenos días, quisiera hablar con Lisandro. Perdón: con el Señor Lisandro Aguirre. Mi nombre es Salvadora…
-…Silente!
El corazón le bombeó sangre a velocidades inusuales y tardó varios segundos en recuperar el hilo de su estudiado argumento al sentirse reconocida de súbito por un viejo compañero de estudios en escasos dieciocho segundos de charla. Claro, era estúpido no tomar en cuenta que con semejante nombre no podía haber muchas otras, pero igual.
La charla siguió sinuosa y transcurrió a tientas y lisa hasta que Salvadora, sin tiempo que perder, le preguntó, a contrapelo de su plan:
-¿Sigues trabajando en la Morgue Judicial, Lisandro? Pues estaría necesitando un favor.
-En cuarenta y dos años no he faltado ni un solo día.
 
Arreglaron el retiro del cadáver por la puerta de atrás, la de Viamonte, que era la que usaban los estudiantes de Medicina para robarse parietales, fémures y costillas para practicar para sus exámenes. No era mucho lo que le daban a Aguirre de coima pero todo sumaba.  Cuando los tiempos se ponían difíciles, él los amenazaba con denunciarlos “a las autoridades”, así, en forma genérica, a sabiendas de que en la Argentina de cualquier época el término intimidaba. Entonces los universitarios se ponían, a regañadientes, con unos puchitos más de billetes de cinco y él, Lisandro Aguirre, era un poco más feliz hasta fin de mes.
 
Se encontraron a las seis cuarenta, ya que ella vivía desde siempre en el centro -fuera lo que fuese ese nombre bastante vago que abarcaba desde la Plaza de Mayo hasta Balvanera y aun, para algunos, Villa Crespo-. No tuvo tiempo de pensar en maquillarse pero arañó unos trapos bastante coloridos que le sentaban bien sin rejuvenecerla (de todos modos, ¡cuál sería la importancia de un rejuvenecimiento, de, digamos, diez o veinte años, si habían pasado ya cuarenta!). No sabría decir ella si lo reconoció enseguida o no, ni siquiera si se saludaron de manera cortés, formal, o distanciadamente. Cuando no hay tiempo que perder ésos son sólo detalles nimios y  sosos. No se besaron, eso se lo acordaría. Tal vez una inclinación antigua de cabeza, quizás un apretón de manos, a lo mejor un abrazo de camaradería. De todos modos, subieron enseguida a la cámara frigorífica. En el camino él la puso al tanto de los pormenores: a la vieja (“perdón”, se corrigió cuando ya era tarde: “a la señora”) la habían traído esa madrugada, de Puente La Noria. Estaba muerta al costado del camino, agazapada como un fiambre (“perdón” –otra vez- “como un animalito”). ¿Edad? Sesenta, tal vez un poco menos. Tez blanca, arrugas en la frente, brazos fláccidos, estatura mediana y contextura generosa. ¿Si usaba anteojos? Ni idea, cuando llegan a mí ya no tienen nada, los buitres les sacan todo, hasta los dientes de oro. A mí me llegan pelados pelados los fiambres (“Perdón, es la jerga de la profesión, perdón otra vez”). ¿La nariz? Así, como curvada para abajo. Sí, sí, aguileña, ése debe ser el término. ¡Si siempre dije que tenías que ser profesora de Lengua y Literatura! Qué increíble, aguileña, sí. Exactamente eso: “nariz aguileña”.
Para cuando llegó el momento de levantar la sábana, Salvadora sentía que conocía a la pobre vieja de memoria. Se sorprendió de descubrirla un poco más estrecha de lo que la imaginaba, pero con el escaso tiempo disponible se aseguró a sí misma de que nadie notaría la diferencia. Sacarla de la Morgue no sería problema, como ya le había anticipado Lisandro, y por lo del cajón sólo tenían que hablar con Santucho, el de Chacarita, porque con el de Recoleta se complicaban “las tarifas”. El tipo había elaborado, a lo largo de su trabajo como sepulturero, un cuidado plan de seguimiento de visitas de familiares, habiendo llegado a predecir con aguda exactitud cuándo dejarían los mismos de concurrir al cementerio –cansados de rutina a cuál más infructuosa- , dejándole carta libre a él para arrasar con mármoles y ataúdes, los cuales vendía en el mercado negro por buenos pesos. Santucho era fácilmente ubicable ya que contaba, las veinticuatro horas, con teléfonos celulares que habían sido adquiridos, obviamente, en mercado de igual color.
A la vieja la trasladaron en el auto de Lisandro, acostada en el asiento de atrás a pedido de Salvadora, que aún sabiendo del estado irreversible de la mujer se negó a trasladarla en el baúl por una incómoda sensación ajena de asfixia. La envolvieron en una sábana verde de tan blanca y la cubrieron con hielos en rolitos que tomaron, también, de la Morgue. Era increíble cómo se entendían los antiguos compañeros de Facultad después de cuarenta años de no verse. Habían cursado juntos las primeras materias y habían trabado una amistad respetable. El tenía memoria auditiva y ella memoria fotográfica. El podía repetir la clase entera, imitando las entonaciones y hasta pausas del profesor disertante. Y ella tomaba apuntes a la velocidad de la luz, lo que le permitía luego, con sólo leerlos, retener en su mente la clase como si la estuviera leyendo. Eran una dupla interesante, pero su amistad no resistió el alejamiento repentino al que se vieron forzados luego de que las autoridades universitarias decidieran sugerir a la familia Aguirre que su hijo no estaba apto para los estudios superiores. “Facultades alteradas con intervalos lúcidos” rezaba la carta. Lisandro abandonó los estudios con la cabeza gacha, y Salvadora no atinó a continuar con una relación que le quitara tiempo al eje central de su vida de veinteañera: el Profesorado. Sin embargo, por esos instantes curiosos del destino, y por obra y gracia de una pura casualidad, Salvadora se topó al poco tiempo con Lisandro en la boca del Subte B un lunes de lluvia patinoso, se dijeron hola cómo estás bien y vos me alegro bueno bárbaro anoto tu teléfono; ella tomó de su bolso una de las tantas biromes rojas que compraba por ese entonces con compulsión, y anotó al margen de su libreta los datos en los que no volvería a reparar hasta cuarenta años después.
 
Lisandro manejaba ensimismado, un poco abstraído, un poco curioso, un poco feliz. No estaba totalmente convencido de que lo que hacía no estaba mal, pero tampoco la idea lo atormentaba en demasía. Salvadora sólo tenía ojos para el reloj y, de vez, en cuando y de reojo, para la vieja de atrás. Le quedaba aún tiempo suficiente para ir a su departamento, vestir al cadáver con sus ropas, buscar el ataúd, meter el cuerpo, llevarlo a donde su madre, autoenviarse una corona, avisar en el barrio y, lo más importante, avisar en el Normal. Su madre estaba tan artero esclerótica que aunque le organizaran el velorio de su única hija delante de sus ojos en su propia casa, juraría que ella no vive allí y que nunca parió hija alguna. Salvadora se preguntaba quién atendería la llamada en el colegio. ¿Andrade, el de Administración? ¿O Celina, la Secretaria? Le gustaría ahorrarle el mal trago a la pobre, ya que era la única que la trataba como a una vieja maestra y no como a una maestra vieja. Pero seguro atendería ella con su habitual Buenos Días, Normal 10 ¿con quién desea hablar? Y allí ella lanzaría la noticia. ¿Le reconocerían la voz? Pensándolo bien, mejor le pediría un último favor a Lisandro.
 
Lisandro Aguirre anota con parsimonia. Cuatro cinco siete uno cuatro dos siete dos.
-¿Y quién digo que soy?
-El encargado. Alberto. Es el encargado de mi edificio. Decís que sos el encargado y que hoy no podré concurrir al trabajo porque me he muerto. Bueno, con más delicadeza, claro está. Que sufrí de un ataque cardíaco, que me has encontrado tirada en la puerta del ascensor, vino la ambulancia y ya era tarde. Estaba muerta, completa, lisa y llanamente muerta.
-Como la de atrás.
-Sí, como la de atrás. Sólo que eso no lo decís, claro.
Se rieron, por primera vez esa mañana, y esa risa juvenil animó a Lisandro a preguntar los motivos de semejante acto de locura en una respetable profesora de Historia del Normal 10. Hasta ahora había ahogado la pregunta. Temía a la respuesta.
Salvadora tragó saliva, por un instante arrepintiéndose de haberse embarcado en la concreción de un pensamiento fantástico, y miró por la ventanilla. Las cuatro décadas de profesión pasaron delante de sus ojos en una ráfaga violenta, como si realmente se estuviera muriendo y la vida, enlatada, desfilara delante de sí. (Eso cuentan los que mueren pero no mueren, y viven para contarlo). En los pocos kilómetros que restaron hasta su edificio, relató ella en voz monótona los sufrimientos de una vida dedicada a “la civilización de los bárbaros”. Bromas de mal gusto del alumnado, salarios pobres, reputación destruida, falta de presupuesto, falta de dignidad, presiones por parte de los padres, presiones por parte de las autoridades, desprecio por doquier, bastardeo inhumano, intolerable, letal. Y, sin embargo, la pasión. Pasión por el alumno que un día, finalmente, aprende algo. Pasión por la transmisión del conocimiento, por la aprehensión invisible del saber. Pasión por un día de un año en que un graduado vuelve, tímido, a decir gracias. Y sin embargo, a su vez, el retiro. La jubilación. El retiro obligatorio a la edad decretada de la vejez. Retiro mutilante, descarnado. ¿Por qué debería ella, la Señorita Silente, terminar el último día de su vida de docente en una patética fiesta de despedida, donde algunos la mirarían con lástima, algunos la aplaudirían un poco, y todos, sin excepción, la olvidarían? No: ella no les daría el gusto.
 
La llamada la atendió Celina, como era de esperar. Fue lo único que lamentó Salvadora al enterarse. Sobresalto, expresiones habituales de sorpresa y adrenalina. Que cómo fue, que dónde estaba, que pobrecita, que justo en el día de su jubilación, que dónde la velan. Y las corridas. Los chimentos. La gran noticia-anécdota del día en el Normal: “Se murió la de Historia” “Justo en su último día en la escuela”. “Sesenta, sesenta y pico, sesenta largos, creo.” “El encargado la encontró en el ascensor”. “Del corazón, un ataque fulminante”. “En fin”. “Es que se habrá emocionado, la vieja”. “Y sí, después de cuarenta años, qué querés”. “En fin”.
 
Lisandro no le cobró nada por la gauchada. Compenetrado con su papel, hasta lloró en el velatorio del cadáver NN, convencido de que era en verdad Salvadora la que yacía. Unas decenas de personas acudieron a dar el último adiós a la Señorita Silente, con congoja fingida algunos, con sorpresa otros, con inercia todos. Desde la otra habitación, Salvadora espiaba su velorio. Qué perfección. Qué espanto. Qué Muerte Profesional. ¡Cualquier cosa, prefería, antes que la fiesta de jubilación! ¡Cualquier cosa, antes que el acto de retiro!
Aun el retiro mismo.
“Adiós, Lisandro, nos volveremos saber. Serás el único en saber dónde encontrarme” escribió Salvadora, en prolija letra azul antes de irse, en puntillas, de su propio velorio. Depositó la nota en el bolsillo del saco raído que él había colgado del perchero en la sala de recepción y, envuelta en una manta, tomó su guardapolvo blanco y partió, lanzando un beso al aire para su madre mentalmente ausente. Tomó un taxi.
-Al aeropuerto de Ezeiza, joven.
-¿Por la autopista, señora?
-Es un día muy hermoso hoy, no llevo prisa. Tome la lateral.♦ 
 
 
Daniela Roitstein








Premio finalista con cuento "Game over" en concurso literario "My brother Jack Literary Festival"


Game over


He didn’t love her. She didn’t love him either. He didn’t think of her as intelligent enough. Neither did she. (Of him).  He didn’t think high of her. Did she think high of him? He couldn’t tolerate her apathy. She couldn’t stand his hyperactivity. However, there they were: married and together for almost fifty years.  

Three grown up children wouldn’t let them take any step you devil modern creatures might be thinking about. Serenity. Patience. Comprehension. That’s what you two need now, they used to tell their parents (Is this school? Serenity, patience…. they wondered).

At weddings he used to get anxious, his left foot tapping the floor inadvertently, on a rhythmic dance that drove her crazy. She used to cry so quietly, each tear taking endless minutes to reach the corner of her mouth. Weddings were like funerals for them, only with better food and music. They reminded them of their own, half a century ago. “Half a century, God bless you!”. Not exactly the words of wisdom they wanted to hear, but you know how people and clichés go together. “You should celebrate your golden wedding”. Another cliché. They used to smile half-way. She used to move her head up and down saying “A nod is as good as a wink…”. He used to shake his head from side to side and completed the phrase: “…to a blind horse”. Just to be on the opposite side, you know.

In fifty years he never complained. His job took him to remote places all over Australia, and from time to time, when abundance was the norm, he would even stay up North for five weeks in a row, or down South for four. As long as he had a rest from her.  Not that she missed him, you might have guessed by now. She spent her time wisely, knitting for the needy, feeding the hungry, rising three children, making some pocket money from ironing skirts for busy businessmen’s wives’ sake (so that they can have a life, unlike her). The church and the synagogue, the Red Cross and The Smith Family, they all had priority and came way before his husband’s needs. “You’ve got your own two feet, your own two hands, your very own brain and mouth. You can work, they can not”. He called her naïve. She called him greedy. He named her “Silly Sweetie”, she started calling him “Darling Greedy”. Not too bad, all things considered.

June 13. The day was approaching scarily soon. June 13 and fifty years waiting to be celebrated, praised, crowned. None of them was willing to participate in any compulsory ceremony that their un-compassionate three children might be preparing with the active connivance of the couple’s few friends. Susan and Edward, Marc and Yvonne, Diana and Peter, Lynette and Adrian. Not to mention the four old maids in their seventies -four sisters who have been their neighbours in the quiet town of Altona Hills, back in the sixties, and who have never married (or even dated, according to Darling Greedy’s very own private investigations). 

As the days passed, the feeling of an anxious discomfort grew bigger and larger in her big mind and tiny body. The sole idea of being the centre of attention at a grand function (as they call it nowadays) and to have to smile and greet, hug her husband and even kiss him, represented an insult to her free-spirited nature. But nothing would make her surrender to their wicked (although well intended, she acknowledged) feet. Hence, she decided to outsmart them all. Do they want to organize a surprise golden wedding anniversary for us? Do they want to pretend that love lasts forever, that companionship follows passion, that fifty years only strengthen the bonds of marriage? Do they want to believe that we still kiss on the lips, write love letters and hold hands at night? Let the show begin!

The following morning and for the first time in twenty five years she applied on her tissue-like cheeks a thin layer of make-up. The redness of its better days had faded away (mind you, she had bought that Lancôme blush in their trip to Bali thirty years ago and it has been sitting on the top shelf –unopened- ever since) but the blush still gave a pink boost to her appearance. And mascara –that would be nice, she thought, but refused the idea seconds later not only because she did not own any, but because she definitely didn’t want to give her whole game away. Me wearing black thick mascara would be like him wearing tight underwear

She opened the tall, thick doors of her antique cedar wood wardrobe and casted her tiny deep eyes over the clothes. It looked as if her eyelids were sweeping the dust away from them. She’s been wearing the same jacket and the same skirt for the last countless years. Well – not exactly “the same” ones: she had one same skirt in seven different colours… that matched one same jacket in seven different colours. It made her feel so nauseous suddenly. How boring. How extremely boring. “I’ve surely had some sort of enlightenment at least once, back then when I used to go shopping. There has to be something there, hiding between the hangers or up there on the shelves. A purple shirt, or a flattering dress, something, anything, any garment to catch his numb attention” – she said, or thought (or both). Even a stupid little black dress would meet my goal. And sure enough, low and behold she discovered a perfectly folded silk blouse in its original package. The colour? Hard to describe. Definitely not red, most definitely not brown. Let’s agree that it fell somewhere in the calm range of the blues. 

He was sitting in the kitchen, newspaper in one hand, an un-lit cigarette in the other. He had quit smoking ten years ago but could never overcome the frightening feeling of emptiness between his index and middle fingers. For a whole decade during breakfast he’s been holding a cigarette that would never be smoked. Pure stupidity, she thought. None of her business, he reflected. More than once temptation seduced him with lustful proposals, and more than once he was about to fall in its sweet trap, but her wife’s firm look (should we say gaze?) of each morning made him shake away the dream and the idea, the temptation and the pleasure.

Her look. Her judgemental look. How he hated it, and how dependable he was of it at the same time. However, that sunny morning as she entered the kitchen at eight thirty five, her first words were not that idiotic cigarette again but a much nicer “Good morning, darling greedy”. It took him by surprise, but as he was immersed in an interesting article about the election process in Zimbabwe, could not react with an immediate response. She was disappointed, but forty nine years in the “wife business” had taught her to be patient and kind, kind and patient. 

Without asking she made him coffee. Black, no sugar, water at a hundred and eighty degrees, in the tall mug, the one that lacked a handle. He loved to put his frozen hands around the silky porcelain silhouette, particularly in winter. A female usage, she used to sentence . A great way of saving on gas, he used to praise himself.  She used to hate that view –him sitting with his curved back leaning on the paper, his wrinkled, big hands around the mug, the unlit cigarette next to it, waiting to be held, eternally unused… like her-.

But she had a game to play:

-Any good news today? – she offered him the inviting cup of coffee feigning a smile.

He looked up, not exactly understanding the changes. As he was about to accept the warm black liquid from her white hands, he saw her blue blouse (or was it green?), noticed a different pigment in her face. 

-Zimbabwe, the elections. 

-And what else? – she brought the old stainless steel stool and placed it next to his wooden white chair. She sat there calmly. So close that she could even feel the smell of the deadly nicotine. It made her shake her head with disgust: however, she said nothing, keeping the rules of her own little game in mind.

He was surprised, puzzled, maybe even a little bit scared. When was she going to say her usual “That unlit cigarette makes me feel sick, I’d rather see you smoking it and die than see you holding it like a sad desperate lunatic” ? When was she going to shoot her eyes at him, make a derogative comment, give him The Look?

She felt a bit unusual in her new role, but decided to continue the pretending game till the end of the days. Or, at least, until the thirteen of June, the golden wedding anniversary big “happy” celebration day. What a farce! 

The following morning he was sitting quietly again, same cigarette, same chair, same stooped position, updated newspaper. She walked into the kitchen wearing red. And a hat.  She made him coffee in the handle-free mug and handed it to him with a smile. 

He could not understand the new scenario quite well, but would not dare finding out either. In any case, he was still waiting for the stab, the condemning look, The Gaze.

-Any good news today, darling greedy?

-A devastating storm. In California.

-And what else? 

-Nothing much, silly sweetie, nothing much.

In the afternoons she started knitting him a scarf. In between her visits to all charity organizations that had her as a patron, she found time for it. It started as a little joke to herself: Let´s prove Mr. Darling Greedy that I can knit for his needs as well. As the days passed, and the scarf grew longer and thicker, she begun to forget her initial irony and started to sing while she knitted, her fingers quickly fixing any loose thread. 

He began to answer in longer sentences. In the mornings, as she gave him the freshly prepared black coffee in the silky porcelain mug and asked him: “Any news today, darling greedy?”, he no longer gave her a two-words answer, but read her the whole interesting piece of news instead  - in a loud, yet smooth voice. She listened attentively, as if the word from God was being read at that very same moment. The word from God.

The anniversary day was approaching fast. Susan and Edward, Marc and Yvonne, Diana and Peter, Lynette and Adrian and the four old maids were actively organizing music and catering, invitations, decoration and speeches. Susan new her from High School, Marc new him from a first job, back in nineteen fifty two. Yvonne met her at a Charity function, Peter met him at the Races. And the four old maids, well, we already know. We could say they all knew the couple very well and as such, buy organising the golden wedding anniversary day, were trying to convey a message of commitment to tradition more than a celebration of true love. They knew the couple and their roughness, their tense understanding, their endless lack of compassion to each other, their constant little hurting fights. But fifty years were not something to be ignored, by all means, so there they were, digging in their memories to find material that would enable them to write that beautiful yet credible speech, to play that memorable song (did they have any?), to  reincarnate a fifty year old happy wedding in a day. What a farce! 


At night she started wearing a gown. Black, silky, long, new. She asked him to undo the bottoms –strategically located at the back- and thank him with a smile. He began to cut his nails once a week. To shave every day. To fold his pyjamas the way she liked it:

-Thank you, darling greedy.

-A pleasure, silly sweetie.

The days passed. The mornings saw her making black coffee; the afternoons discovered her knitting and smiling, hamming and singing; the nights unveiled her wearing silky black night gowns. An endless spiral of development. 

The following morning (one of them, one of the many following mornings) she wore a purple dress. She applied a thin layer of pink blush on her cheeks. She pressed the lipstick gently against her slightly cracked red lips, in slow circular motions. She put shadow on her eyes. And mascara. Headed to the kitchen, made black coffee, no sugar, the water at one hundred and eighty degrees, poured it into the mug that lacked the handle and gave it to him:

-Any good news today, darling?

-A general power cut, in Minnesota. Listen, sweetie, listen to this…

And as he started reading the whole article to her, she moved her stainless steel stool closer to his wooden white hair, making little noise not to interrupt him, closer, to be able to hear, much closer, and a little bit more, so close, that she could even see the date written on the left corner of the wide open newspaper.

June 13.

He read. She listened. He put her neat hand on hers. She smoothed out his new scarf. He forgot to hold the unlit cigarette. She gave him an approving look. He said they are waiting for you at that Charity thing. She said they can do without me just today. He hugged her. She smiled. 

He loved her. She lost the game: loved him as well. ⬥




 

Premio por cuento "The shopping list" en concurso literario "My brother Jack Literary Festival"

Año 2007, Tercer premio en concurso literario de Glen Eira con mi cuento "The shopping list". Aquí lo reproduzco, espero lo disfruten!



The shopping list


The first one came to her rather inadvertently, as a driven leaf.  It was quite short –basic, in the lexicon she developed a month later- but categorically inclusive at the same time. Eggs. Milk. Sugar. Butter. Self Rising Flour. Muriel picked it up pestered, annoyed, almost furious: she hated the view of a dirty trolley but what she hated even more was the idea of placing new articles into a cubicle occupied by little used disposable things of others (unused but scrunched plastic bags, old receipts, bottle lids -if not the bottles themselves!-, humid, infectious tissues, a lost baby sock). The shopping experience was for her a ritual and as such had to be performed in immaculate conditions. This time, however, for a reason only the gods know, Muriel did not place the little shopping list in the rubbish bin. This time, automatically -as if unconsciously guessing future consequences- she carefully read the list twice, folded it in three and slipped it into one of her two pockets. The left one. 

She walked through the aisles following her usual routine: frozen products first, then cereals and muesli bars, followed by all sort of canned fruit and vegetables, beans and soups; then fresh fruit, then poultry and meat, then dairy products and finally crackers, bread and sweets. Not one day did Muriel fail to follow these calculated steps, with the same devotion one would walk to the altar of a nineteenth century church.  She religiously discharged articles from the first row of the shelves because of her convincement that people who accidentally dropped them, kept putting them back again in their places without updating the staff about possible leaking bottles, dented cans, smashed loafs of bread or cracked biscuits, all consequence of the involuntary accident.  If people were more honest, she sighed, or even more cautious. But she knew them well, and she knew them all. No possible redemption for the ordinary shoppers at that busy supermarket would come from her lips, neither from her thoughts. Muriel was a woman of principles. And deeply, secretly, desperately bored.

It must have been this unconfessed boredom that guided her right hand into her left pocket in a rather unnatural act with the little folded shopping list in it. And it must have been her curiosity rather than her discipline (humans are curious creatures, on the first place, curious creatures more than anything else. Routinely curious)  it must have been her curiosity, I repeat, what made her search the pocket once again at home -after having placed every bought item in its correspondent labelled destination- and read it carefully. Eggs. Milk. Sugar. Butter. Self Rising Flour. A cake, muttered Muriel, she´s going to bake a cake. Muriel put the paper on the fridge door, under a big magnet, without knowing why.   

The following morning the sun was particularly orange, with a green shadow all around. An absolute unusual view, but not impossible in that isolated little town in the middle of the country. Muriel entered the supermarket at eight thirty two, as usual, and by eight thirty three she was inserting a one dollar coin in the slot to release the first of a long, slightly curved chain of silvered trolleys. In her unconscious mind she compared herself to that trolley, dependant and chained and systematically performing the same chores again and again and once again. But only in her remotely accessed mind, because Muriel would never think of her life as being boring on a conscious level. She could not emotionally afford that discovery -she would never know what to do with it-.

 Pushing the trolley towards her with a short but firm tug, the first thing that her eyes could not avoid to notice was the list. Her hands rushed to pick it up. Tomato sauce. Apple cider vinegar. Beef stock. Rubbish bags. Powder. Cottage cheese. Carrots. Turnips. Potatoes. Celery. Muriel folded the list in three and slipped it into her left pocket using her right hand with the same unnatural movement as last time.  She then continued her routine through the aisles as usual, carrying someone else´s shopping list in the left pocket of her strictly black zipped jacket. The sun, by the time she left, was entirely yellow.

Once at home Muriel unpacked and tidied up, following the self-imposed method of from-big- to- small. Big sized items first, medium ones to follow, little ones to finish. This part of the ritual was so special that she found it particularly annoying if an article was neither big nor medium or small. When was she to put it away, in first, second or third place? It was a disgrace. This time, fortunately, all the articles fitted the criteria and she finished in only twelve minutes. On the wooden stool by the bench she sat down and searched her pocket. The list was obviously still there. Muriel read it carefully. A soup, she concluded. A winter soup, said loudly, as if passing a sentence. Then, automatically, without even thinking of any plan –unusual for her- she placed the new shopping list underneath the other, attached with the big magnet to the fridge door. She had a cake and a winter soup. So far. 

During several identically sunny days Muriel kept going to the only supermarket in the area wearing without any reasonable explanation the same black jacket. She changed dresses, skirts and pants, but not the black jacket with the zipper. It must have been because of the pocket. The one that started shipping an unanimous short shopping list and ended up treasuring more than half a dozen a week.  As it can only happen in real life –because we all know that fiction is real life´s little brother, its broken mirror, its distorted shadow- Muriel continued to find other people´s shopping list every day since she kept the first one. They were lying there either scrunched or flat, scratched or immaculate, but always there, waiting for her with their inviting variety of characters and colours.

-Eighty two altogether. Do you have Flybuys?

Muriel nodded and obediently handed her two cards over to the cashier, signed the receipt and left feeling unusually excited. On the way home her hand did not leave the warm, somehow humid hollowness of her left pocket even for one second, the tips of her fingers rubbing the new shopping list impatiently. She started to love her evenings and her lists. They provided Muriel with a new entertainment: she had started to classify them. Or should we say Classify them. A big job.  An enterprise. A perfectly designed classification method as only a very lonely person can bear to follow and practice. The first lists were catalogued according to their length: long (more than twenty items), medium (between twenty and twelve) and small.  However, Muriel soon discovered the multiplicity of options: should she sort them out according to the type of paper on which they were written? Scrap, lined, white, coloured. Full page or ripped ones. Should she classify them according to the font used in them? Upper case, lower case, print, script. Language? English, Mandarin, Hindi, Italian. Memory elicitors? Crossed out ones versus non crossed out ones. Maybe a more complex method would give her even more satisfaction.  She reshuffled the lists one evening of desperate boredom while on TV the local news talked about a man who died from a severe allergy attack in a matter of minutes, the ambulance could barely recognize a normal shape of a human being in that extraordinarily unusual swollen body. Muriel smiled without malice, just because something had finally happened in her neighbourhood.  Shrugging her shoulders she then spread all the shopping lists on the bench and started to engineer a refined system of cataloguing, the final result being a combination of multiple entrances that categorized the lists according to a variety of aspects. The level of sophistication was reaching limits beyond any possible imagination: the daily, automatic act of writing a shopping list –as normal, average human beings always do- was then dissected by the expert hands of Muriel and her quasi- scientific classifying method. Penne. Coconut milk. Jelly. Shoelaces. Pesticide. Garlic powder. Disposable plates. Pink Lady apples. Lettuce. Nesquik. Light Sour cream. Skinny milk. Waxing strips. Tofu. Muesli bars (footy-Bratz). 

-A woman (waxing strips). In her thirties. Children in school age, more than one (footy/bratz muesli bars, for the lunch box, one boy one girl). On a diet (hence the skinny milk, the light spread, the tofu). Working full time (hence the disposable plates, the frozen meals. And the waxing strips: no time for a waxing at a salon). 

Beer. Bleach. Detergent. Serviettes. Mob (large). Ajax (green). Beef stock. Garbage bags (large). Omo matic. Shower Power. Coke. 

-A man (no woman writes beer in the first place) moving houses (numerous cleaning articles to clean the new house. New house, I repeat, new house: otherwise he wouldn´t have written “large” next to the garbage bags, that´s something you know, unless it´s new. Just a new rubbish bin (instead of a whole new house) is ruled out by the mention of the other cleaning articles and particularly the Coke: it is well known that Coke can clean the rustiest of the surfaces.

Muriel had a new life thanks to the laziness of the people that lead them to leave their mobile memories behind once they had used them successfully. She got so much involved in her lists that she decided to take a short course on graphology. This would allow her to not only vaguely guess who the shopping lists belonged to but to understand their personalities, their inner traits, their hidden characteristics. Muriel started to file the lists in a thick folder once the fridge door revealed her limited space to her, the magnet became weak, the clip too narrow to hold the growing thickness of her treasures. We should say folders, in plural. That day, when she walked back home feeling particularly excited, she sat on the wooden stool next to the bench as usual and opened the new list, ready to read, analyse, classify and finally file it accordingly.   Thickened cream. Garlic. Olive oil. Mortar and pestle. Chicken stock. Crushed tomatoes.  Well, sighed Muriel, a simple dressing. Too easy, too boring. She was ready to place the list back on the bench when she suddenly noticed two words at the back of the paper. The writing was so small Muriel could barely see it. Was that also  part of the list? Something written at the last minute, in a rush? But why at the back? And why so small? Curiosity grew inside Muriel. She stood up, went to her room and opened the wide drawer of her bedside table.  An incredible variety of objects jumped to her eyes. A 1975 one dollar coin. A comb. A used tissue. Two broken pairs of glasses. A stamp from Greece. A pacifier (Muriel had no children). And right there, what she was looking for: a magnifying glass.  Her right hand was quick to grab it before it disappears into the tangle of other multiple things that have been living in the big drawer for who knows how long. Muriel went back to her wooden stool and lifted the list. She placed the magnifying glass at the right distance –not too close, not too far from the illegible writing- and focused her eyes intensely. 

-Aha – nodded Muriel, her lips repeating silently the two words now deciphered. She decided to have a second look at the list. The handwriting was so familiar. The graphology course made her more aware of curves, dots, the inclination of the “L´s”, the thickness of the stroke. She knew that handwriting; she had definitely seen it before. But when? And where? Muriel read the shopping list again and again. And the two words at the back as well, which she now knew were part of the list. Thickened cream. Garlic. Olive oil... Thickened cream. Garlic, Olive oil, repeated Muriel to herself, as a mantra. Thickened cream, garlic... A letter! She saw that handwriting in a letter. The letter was sent to her and other landowners in her street. There was a dangerous electricity cable hanging loosely across the trees. The woman who sent the letter wanted all the proprietors, herself included, to sign a petition to the Town Hall authorities to fix the problem immediately. She wanted the whole electricity cabling system to be replaced, no matter the cost. Muriel had kept the letter to read it carefully some other day, because she didn´t want to sign carelessly. She looked for the letter and found it in the fridge door -where else?-. She proceeded to compare both pieces of paper. The p from proprietor and the p from pestle: identical. The c from cable and the c from thickened: identical. And the exaggerated, energetic roundness of all the “C´s”, circular and defiantly looking like the innocent letter o. There was no doubt about it: the shopping list and the letter were written by the same person. Muriel read the envelope aloud:

- Mrs Anne Marie Taylor. 24 Tree Road. 3100.

 She smiled. This coincidence just added a new ingredient to her newly acquired entertainment. Opening the red folder she filed the shopping list thinking of the array of possibilities that this little discovery presented to her. She smiled again, feeling a little less bored and much more excited. She went to bed earlier than usual. She couldn´t sleep well that night. Something was trying to keep her awake. Muriel finally fell asleep at two, only to wake up again at three thirty, her heart racing, sweating like a teenager during her first kiss.  24 Tree Road. The man who died from a severe allergy attack. His body dramatically swollen as never seen before. 24 Tree Road: she remembered having heard the address in the news and having smiled out of excitement, because something had finally happened in her neighbourhood. She remembered it well because of the guiltiness felt after having smiled at such a disgrace. 24 Tree Road, just a few meters from her house. And from the supermarket.

Muriel could hardly wait for the morning to come. She was the first one in the queue of the post office when they opened at eight. She bought a stamp and an envelope. With trembling hands she put two things in it: the letter Mrs Anne Taylor had written to all proprietors in her street a few days ago, and Mrs Taylor´s shopping list, in which Muriel had carefully highlighted the two hardly legible words at the back. She sent the letter to the local police and went shopping. 

The following day, as Muriel made her way to the supermarket, she was not surprised to see the police arresting  Anne Marie Taylor accused of murdering her allergic husband of thirty years with a home-made dressing full of finely “crushed nuts” (as finely as only a mortar and a pestle can crush). As finely as the fine handwriting they were written in, thought Muriel). 

 She smiled and sighed.  A long, scrunched shopping list was waiting for her in the first available trolley at the supermarket. She picked it up with her right hand and put it in her left pocket, knowing this one was going to be hard work: it contained no less than fifty items. In Cantonese.





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